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La muerte viva en la escritura

Actualizado: 6 abr 2020

ó

los caparazones que habito


por jean palavicini



Tanatocresis, obra de Silvio Mattoni, publicada por la editora Borde Perdido, se sitúa entre un libro de poemas y una especie de dramaturgia o libro de memorias, muchas de ellas, en alguna medida, inventadas (como si compartiera un espírito griego de la poesía, distinta del género de la Historia, por hablar no de lo que fue, sino de lo que podría haber sido o de lo que ciertas personas podrían haber dicho). Nos presenta, además, una posibilidad de simultaneidad entre vida y muerte, o por lo menos, un diálogo, planteando borrosos límites entre ambas. Si el neologismo griego que da título al libro significaría la relación de simbiosis entre dos organismos, una parte siendo resto-muerto de un otro ser, un caparazón, y la otra, un nuevo ser-cangrejo que buscaría su casa en eso que ha sido dejado, está presente, por otra parte, en estrecha conexión con la idea anterior, el concepto de zoocresis, que marcaría, justamente, la insistencia de la vida en no dejar que nada escape de su dominio.


Leemos, en el umbral de la obra, un epígrafe que nos cuenta un poco más sobre la vida caracol, y la relación entre el caparazón abandonado por un ser demasiado pequeño para un cuerpo que crece o que muere y que sería aprovechado por otro, a lo cual se amoldaría mejor. Esa conjugación entre partes, una vida que busca una nueva "casa" y la "casa" abandonada, es una especie de hilo conductor que atraviesa el libro. El caparazón heredado, como metáfora de lo que fue y dejó una huella o "casa" para quien la pueda habitar, es una imagen que termina por incorporar otras: la memoria afectiva que deja alguien que se muere en el corazón de quien sigue, la palabra, la voz, la obra de quien se fue, no obstante, dejando esta especie de caparazón simbólico donde buscamos un pulso en el cual los muertos, a su vez, también seguirían vivos. Tanto los sentimientos y memoria afectiva, como la palabra poética y la obra, actuarían como formas de la muerte estar en relación directa con nuestra vida, como los resquicios de quien ya se fue pero dejó algo vivo, por más que ya no pueda hablar. Y, lo más intrigante para nuestro contexto de aquí y ahora: cuánta muerte viva en este libro, más allá de la vida de su supuesto autor ¿no sería también casa-caparazón a quienes, como yo en este exacto momento, de ella se sirve?


Pero si algo queda de lo que se va ¿qué es lo que se pierde o qué se lleva, definitivamente, la muerte? En un primer momento, vemos, según afirma el poeta, lo que se pierde, además de la presencia corporal, sería el habla, pues ella excluiría a quien se fue y no puede más decir. Es entonces que el autor de Tanatocresis ofrece su propia voz, se diluye para que otros puedan, en este espacio, por más que no hablen, escribirse en él: "que escriban ellos mi vacilación". En ese espacio creado, la muerte hablaría, si no la muerte del autor, al menos las muertes que él colecciona en su propia vida, disponiendo la escritura y su voz en un gesto generoso de alteridad. "Mi propia voz finge los falsetes de los otros, a quienes les incrusto frases que pudieron anotar, con salvajes extirpaciones de sus restos (...) juego a que viven, revivo cartas, charlas y testamentos, representan sus vidas y mi estoicismo, por momentos carente de musa".


Revivir e intentar hablar de las cosas que no se pudo durante la vida compartida. Escuchar la palabra poética ajena y actualizarla, constituyendo un relato, a veces, imaginado. A ejemplo de cuando invita a este teatro, nombre al cual Mattoni da al espacio literario constituido por esas voces ausentes, a un amigo con el cual no pudo estar junto sino en reuniones o circunstancias demasiado objetivas. Amigo físico y poeta del cual quien narra quiere saber más de su vida, que cuente algo de su intimidad o mismo de sus reflexiones, como aquella de la entropía que decía que ésta "nos impulsa/a querer cada cosa, el ruido de un arroyo,/un pájaro, una planta que respiran,/porque nunca volverán".


La poesía sería el medio para acceder a esas voces ausentes, calladas por la muerte. Se trataría, para crear un nuevo neologismo un tanto cacofónico, de una suerte de escricucha, donde ocurriría un intento de, a inversas, deponer por instantes, el lugar de la autoría, para transmutarla en cama, silencio, para que advenga un escribir desde una otredad, especie de abandono a los efluvios ajenos. Otro de los muertos, un viejo poeta parisino, tiene su "íntimo pensamiento" traducido por el escritor vivo que lo invoca, diciendo que la poesía no sería simplemente una idea en verso, ni un relato cortado, sino "una escucha,/la atención que la mano le prestara/a un surgimiento vivo, una cadena/de palabras translucidas como una/telaraña de tinta invisible". O, aún, como vemos en la segunda parte de la obra, en el diario: "¿Para qué quiero más poemas, si no para escuchar a los ausentes y que me acompañen, invisibles, en la alegría visible del momento?". En ese ejercicio de amistad, aunque corroídos por las ráfagas del olvido, los amigos literatos muertos, vivos en la memoria, resuenan como una forma de compañía.


Otro caparazón, en este instante, asoma a nuestro teatro. Llámase Fernando Pessoa, un casi arrecife de caracoles, que nos habla y hace pensar en una proximidad inesperada entre el amor y la muerte: ella ya no está pero la siento aquí conmigo, al final, el amor seria eso ¿una forma de compañía incluso frente a la ausencia?


Después de todo, y de tanta duda y miedo sobre el más allá, e incluso sobre algunas cosas del más aquí, ¿podríamos arriesgarnos a decir que lo que queda es lo dicho, la voz, como a la espera de cangrejos venideros? Poetas, cantoras y cantores de la noche, ¿con qué valores, con qué impulsos están a edificar su muerte viva? Pues la vida, quizás, no tenga fin y no podamos jamás terminar de morir. Tal vez apenas mueran las creencias como la de la identidad fija, eso de querer mantenerse siempre igual a sí. Quizás morir sea eso, perder, además del cuerpo y del habla, la identidad o el caparazón de la autoconciencia, ese espacio cercado de espejos, donde podemos abrigar nuestra imagen y nuestra intimidad. ¿Cómo morir contenta, contento? No sabemos, también por eso escribimos y escuchamos nuestras muertes. ¿La mejor preparación para la muerte, lo que ya sería una preparación para la vida, sería, entonces, abrirse y que adentren a nuestra intimidad? Si así es, que adentren por los costados, por adelante y por atrás, de todos los lados, más que entren con corazones abiertos. Abrirse y abrir el lenguaje, abrirse al otro de una vez por todas o al menos por ahora, hasta que podamos aprender a sonreír junto a la vida y la muerte.


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